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La Soltera Godínez

Adiós al primer amor

Hace unos días entendí que el primer amor es como lo describen: no se olvida, se disfruta al recordar, se llora, se goza, se lleva tatuado en el alma.
De una manera inexplicable sonríes al recordar momentos felices y también por aquellas anécdotas agridulces porque ahora sabes que ambos eran jóvenes e inexpertos, que apenas aprendían a vivir.

La importancia del primer amor en mi vida radica en muchas cosas. Seguramente hay quienes dirán que es igual para todas las personas, pero no, solo quienes tenemos una condición distinta, sabemos que hay cosas que representan mucho para nosotros.
Omar Guerrero Fraire, echó abajo ese temor adolescente de nunca recibir un beso, por ser «diferente».
Lo hizo en la esquina de mi casa, un día que volvíamos de un partido de futbol. Solamente pasó y fue hermoso. Con ello supe que podía besar y lo bien que se siente.

Me pidió que fuera su novia, convivió con mi familia cuando aún vivíamos todos en la casa de Paseo de Soledad, en Torreón.
Fue el primero en tomarme la mano, en decir «Te amo» , en caminar conmigo de la mano y regalarme momentos muy especiales.
No había reparado en todas esas vivencias hasta hace unos días cuando los recuerdos empezaron a llegar uno a uno.

Como aquella vez que me acompañó a un concierto de Celso Piña en La Fe Music Hall, en Torreón. Eran mis pininos en la reporteada de espectáculos y confieso que me ganó el miedo porque no conocía mucho su música.
Sentir el apoyo de Omar me hizo fuerte para entrevistar a Celso, yo hice algunas preguntas y él otras. En aquellos tiempos no había grabadora, menos celular para respaldar el audio, así que anoté todo en la libreta. Nunca olvidaré su rostro de felicidad cuando Celso le dio un abrazo y le dijo que esperaba verlo de nuevo.

Omar conoció bien a mi familia, a mis padres, a mis hermanas, a mis amigos más cercanos, convivimos mucho en pareja con los amigos de ambos. Disfrutamos muchos momentos juntos.
No solo fuimos pareja en 1999, también durante algunas épocas durante diez años aproximadamente y después nos convertimos en amigos, en confidentes.

A Omar le tocó conocer los cambios en mi cara. La primera cirugía mayor, la ortognática donde, entre algunas cosas, nivelaron ambas mandíbulas.
Y por supuesto, la última, la de reanimación facial. Alguna vez pensé qué pasaría por su mente cuando me viera, ¿seguiría siendo la misma Daniella de 20 años que él conoció?, ¿cómo sería su percepción sobre mi?, ¿habrá sentido alguna vez que de verdad lo quise mucho?
Es imposible no escuchar «Lost in love» de Air Supply, cerrar los ojos y recordar cuando fuimos a verlos al Auditorio Municipal en el 2000. O cada vez que iba a casa, apenas me subía a su carro y se escuchaba en el stereo «More than words» de Extreme.

Sí, eran tiempos bonitos de mucha ilusión, pero no solo nos quedamos en eso. Nosotros crecimos y también cambió la relación.
Nos enfocamos en nuestro trabajo, nos olvidamos un tiempo, pero sabíamos que podíamos encontrarnos en cualquier momento.
De tener 20 y 24 años, llegamos a los 44 y 48 años. Cada quien con una vida hecha, con aciertos y errores, cambios de pareja, de trabajos, de ciudad, Pero segura estoy que había un profundo cariño por lo compartido.
Omar, una de las personas más nobles que conocí, falleció el pasado sábado 14 de octubre por complicaciones de salud. No fui a misa, ni al velorio, porque me enteré después. Así que solo me queda recordarlo, agradecerle lo que compartimos juntos y seguir mi camino.

Gracias, Omar por tu vida. Que tengas mucha luz donde quiera que estés.

La Soltera Godínez

¿Cómo meter cuatro días de ensueño en una maleta?

A Marisol Sáenz y Karla Montalvo

 

¿Cómo se le hace para guardar en una maleta de 10 kilogramos cuatro días de ensueño, atardeceres, bellos paisajes, charlas literarias, libros, un sombrero, café y generosidad de almas?
Eso pensé el pasado 9 de septiembre. No podía dejar nada fuera: el encargo de café, mis libros, los libros intercambiados con otras escritoras, el sombrero testigo del paseo por el Cañón del Sumidero, barras de dulce de cacahuate… pero sobre todo los momentos bonitos, la generosidad de tantas escritoras que abrazaron mi corazón por aquellos días.
Con el pretexto de ir al cajero automático que queda cerca de la plaza principal, llegué al Pozol Arrecho, una fonda donde había exquisita comida y la famosa bebida llamada pozol, hecha a base de maíz y cacao.
Ya sea en vaso de plástico o en jícara, la bebida se sirve con trocitos de pepino con chamoy y cacahuate. Así que no podía irme de Tuxtla Gutiérrez sin disfrutar una vez más del pozol y de paso, una quesadilla con champiñones y salsa.
Bien dijo una buena amiga que cuando se bebe pozol se enamora de Chiapas.
Y así fue. Llevar mi libro El milagro y la sonrisa al sureste mexicano, a la Feria Nacional del Libro de Escritoras Mexicanas (FENALEM) fue muy especial.
Compartir con escritoras de otros estados del país, con gran trayectoria, con libros y premios nacionales e internacionales, fue un agasajo y mucho aprendizaje.
Además de conocer su obra, de escucharlas hablar en las mesas literarias, su bondad, las charlas y su compañía hicieron de este viaje un momento especial que escribo para nunca olvidar: y que cuando piense en Chiapas, piense también en esos días de septiembre que tanto disfruté.
A dos semanas de ese viaje, mi pequeña casa en Saltillo aún huele a café del Pueblo Mágico de San Cristóbal de las Casas, que me hizo vibrar con sus hermosos paisajes y calles empedradas.
En mi mente permanecen frescas las imágenes del camino a San Cristóbal, de la neblina, la montaña, de las nubes que parece como si las pudieras tocar.
De la comida, de su gente, de todo lo bello que hay en San Cristóbal, incluso del cerro de San Cristobalito que, con sus 280 escalones, me puso a prueba.
Una vez que llegas a la cima, obtienes vistas inimaginables de San Cristóbal, y no importa con quién o cuándo, sabes que volverás. No sé cuánto tiempo vaya a pasar para que regrese, pero que sea a la Feria Nacional del Libro de Escritoras Mexicanas (FENALEM).

La Soltera Godínez

Volver a Chiapas

Cuando tenía 22 años conocí la belleza de las montañas del sureste mexicano, los hermosos cielos nocturnos estrellados, el aroma de un buen café y pláticas interminables que jamás volvieron.

En verano del 2001, emprendí uno de los viajes que han sido parteaguas en mi vida: conocer las comunidades zapatistas y un pedacito de Chiapas, de un mundo que desde aquí no se ve, ni se conoce.
Celina, amiga de la universidad, me propuso que nos sumáramos al recorrido que hacía «El Camioncito Escolar por la Paz en Chiapas» desde Estados Unidos hasta la tierra que vio nacer a Jaime Sabines.

Era un colectivo de jóvenes norteamericanos y de otros países que llevaba material para habilitar escuelas en comunidades autónomas que habían sido invadidas o saqueadas por el Ejército Mexicano.
Había leído un poco sobre el tema, me parecía -en ese momento- fascinante la historia del subcomandante Marcos y sobre todo quería conocer lo que pensaban los habitantes de las comunidades. Una cosa es lo que se lee, otra la que se vive.
Visitamos tres comunidades: Oventic, La Realidad y Guadalupe Tepeyac. Dormimos dentro de un auditorio, en una cancha deportiva y en una escuela.
Tomamos café de olla recién hecho durante la mañana y noche. Un grupo de mujeres se levantaba muy temprano, caminaban un buen trecho y llegaban hasta donde estábamos para hacer tortillas de maíz.  También comimos tamales en hojas de plátano.
El viaje era para ayudarles, pero ellos nos bendijeron con su presencia, su amabilidad y enseñanzas.
No había teléfonos celulares, no había redes sociales, televisión y a veces ni luz. Todo eso nos hizo agradecer los privilegios que tenemos, las bendiciones recibidas y no estar huyendo como tantas familias lo hacían en aquel entonces.
Convivimos con ellos, conocimos cómo funcionaban las cooperativas zapatistas, cómo era su vida, cómo luchaban para defender la exigencia: para todos todo, para nosotros nada.
Meses atrás había estado leyendo el libro «Esos hombres: nuestros hermanos» de Danielle Mitterrand. Así que tenía la ilusión de ver al Subcomandante, pero no tuvimos suerte.
Se dijo que más noche, cuando dormíamos, se escuchó la llegada de varias personas en caballos, entre ellos Marcos.
Nunca lo vimos.
Ese viaje me marcó: mis ojos se llenaron de paisajes como la selva y las montañas, cielos estrellados y mi corazón latió más fuerte con tantas personas que conocí y que desearía volver a ver.
Ya no recuerdo tanto, pero en una de las comunidades, presentamos un «número artístico» con el tema «El moño colorado», ya que nos habíamos dado cuenta les gustaba mucho.
Las compañeras viajeras mexicanas pusimos el ejemplo e hicimos bailar a las de San Diego u otros lugares de Estados Unidos. Salieron buenas pa’l bailongo.
De regreso en Torreón tardé unos meses en acoplarme a mi vida de antes. Fue difícil retomar la rutina: la casa, la escuela y más, porque estaba por cursar el último año de la carrera de comunicación.  Rosy, una de las amistades que hice en este viaje, ya había ido en dos ocasiones y sin que me lo dijera, sabía que anhelaba regresar igual que yo.
Este miércoles presento el libro «El milagro y la sonrisa» en la Feria Nacional del Libro de Escritoras Mexicanas 2023 en Chiapas, en el sureste mexicano, en la última frontera.
La Soltera Godínez

El suicidio

«Cuando llegan las penas, no llegan como espías solitarios, sino en batallones» -William Shakespeare-

En Coahuila, la semana pasada seis personas se quitaron la vida. Contando solo en las regiones Carbonífera y Norte.
Seis hombres que no pudieron lidiar con la depresión que arrastraban optaron por acabar con su vida. Que quizás teniendo familiares, amigos, vecinos, alguien… se sintieron tan solos que tomaron esa decisión.
Según los reportes del IMSS basados en el INEGI, en el 2021, plena pandemia, hubo 8447 suicidios consumados a nivel nacional, mil 224 más que en el 2019, antes de la contingencia por el Covid, siendo una tasa de 6.2 suicidios por cada 100 mil habitantes.

Y según los expertos, por cada acto consumado de ese tipo, hay entre 10 y 20 intentos.

Pero no son solo números. Cada uno de ellos tenía una historia. Según lo consignan notas periodísticas, la mayoría de ellos atravesaba una depresión por diversas situaciones.
¿Qué estará pasando? ¿Por qué a pesar de que se han abierto muchos programas de atención psicológica gratuitos, en línea o grupal, siguen ocurriendo este tipo de tragedias?
¿Qué nos estará pasando como sociedad que nos hemos vuelto muy apáticos al dolor ajeno?

A veces pienso que no hemos entendido la magnitud de lo ocurrido con la pandemia y las enfermedades mentales. Se habla de aumento de casos de depresión, de agresividad, de neurosis y de violencia en todas sus expresiones.
Sé que se han hecho importantes esfuerzos en el tema, pero valdría la pena evaluar los daños psicológicos que dejó el encierro, las vacunas, la crisis económica, las muertes.

Sería oportuno poner como primer punto la salud mental de los estudiantes, de los maestros, trabajadores, de los directivos, de los empresarios, de los dueños de las empresas, antes de evaluar los conocimientos y las habilidades.
Antes de todo ese estéril debate sobre el contenido de los libros gratuitos, debemos de pensar en la salud mental de los niños, jóvenes y adultos.
Todos conocemos o tenemos a una persona cercana a nosotros que lidera con una depresión u otro problema mental.
Algunos lo tienen en casa. No hablan de eso con casi nadie porque es algo privado, pero la realidad es que el no externarlo también duele.

Todos tenemos algún familiar o amigo que sabemos pasa por situaciones difíciles, pero estamos absortos en nuestros problemas que preferimos dejar de lado y solo limitarnos a decirle «que le eche ganas».

¿Será que nos está ganando la falta de interés por el prójimo? ¿Qué propone usted estimado lector?